AQUÍ UN AMIGO
Si yo fuera presidente prohibiría las coles de Bruselas y las canciones de la Oreja de Van Gogh. Haría una fogata con los libros que contienen las palabras visillo y cardamomo. Y declararía ilegales los horóscopos, la maxifalda y esos trastos verdes que, armados de brazos con cepillos, siembran el terror en nuestras aceras con la excusa de barrerlas.
Sí. Si yo fuera presidente iban a pintar bastos. Y mucho imbécil que anda por ahí tan pagado de sí mismo, inflado como un botijo, se iba a cagar patas abajo. Como corresponde a la comadreja rencorosa que soy, tengo una larga lista negra de la que no se iba a librar ni dios. Pero tranquilos los demás, que no todo iba a ser venganza y destrucción. No. También la historia iba a encontrar en mí al más decidido defensor de una de nuestras expresiones culturales más valiosas: las despedidas de soltero.
Semejantes viajes a lo más profundo de la estupidez humana siempre me han proporcionado grandes alegrías. Por mí ya se puede ir a tomar por culo el lince ibérico o convertirse en gaseosa el Polo Norte. Me la suda. Pero las despedidas que no me las toquen. Sin ellas el universo sería un lugar mucho más frío y oscuro.
De todas las que he honrado con mi presencia, ninguna como la del Gordo. El pobre capullo había caído tiempo atrás en las redes de una sanguijuela de culo respingón, enfermera en Basurto para más señas, que desde su llegada a la cuadrilla había consagrado su existencia a un doble objetivo: convertir a su novio en el rey de los Calzonazos (labor, a todas luces, culminada con nota alta ) y, por añadidura , apartarle de todos nosotros, sus amigotes de siempre. Estábamos por lo tanto ante una Despedida Cinco Estrellas, prácticamente un rito funerario, un entierro en vida. El Gordo iba a ser víctima de una lobotomía salvaje a base de comidas familiares, incursiones a Ikea y videos de Richard Gere. Y nosotros le íbamos a acompañar hasta la puerta misma del matadero. Sin embargo, aunque él lo ignoraba, aún iba a poder jugar una última carta. La de su salvación. De eso me ocupaba yo.
A lo que vamos: estamos en el día de autos, el de la despedida digo, y la manada arranca como siempre, masajeando sus anginas con un poteo de órdago. Éramos nueve en total y habíamos conseguido embutir al Gordo en un disfraz de Pantera Rosa en cuya pechera se podía leer: "Peligro. La pantera está suelta esta noche". El disfraz, en cuyo interior la víctima ya estaba en pleno proceso de deshidratación, se completaba con un grotesco superpene de trapo, unos calientapìernas a juego y una diadema con orejeras. Nuestra entrada en las taskas era recibida con una estampida de padres, madres, niños, perros, gatos, ácaros y chicas sueltas. Cualquier ser vivo con capacidad de automoción ganaba la calle como si le persiguiera el anticristo. Y no era para menos. Ver venir hacia tí a un grupo de mandriles aulladores arreando con un látigo de todo a cien a una Pantera Rosa de cien kilos tiene que ser una experiencia aterradora.
A eso de las once y cuarto cruzábamos por fin la puerta del “Ñaka-Ñaka-Restaurante Erótico”, ofreciendo la estampa de un grupo de marines que vuelve al campamento tras sufrir una emboscada con granadas de mano, arrastrando a sus heridos, las guerreras rasgadas y humeantes, los ojos enrojecidos por el cansancio y fustigando con desgana a la mascota del regimiento, una Pantera sudorosa que abre la comitiva caminando a gatas...Al fin, nos derrumbamos sobre nuestra mesa como si fuera un hospital militar y echamos un vistazo al tugurio. En la mesa de enfrente, un grupo de tías está en esa fase de euforia que acojona a cualquiera. La novia, vestida de bebé gigante, se cimbrea de pie sobre su silla, lamiendo un chupete rosa con un pene por pitorro, jaleada por una banda de brujas deseosas de que se precipite al vacío de una puta vez y se rompa el cuello. Más allá se extiende un borroso horizonte de mesas presididas por Moscas Cojoneras, Caperucitas Eróticas, Bomberos con Manguera, Supercondones y otros personajes de pesadilla festiva. De aquí para allá pululan camareros de gimnasio repartiendo bazofia en platos de Duralex.
El sonido ambiente es el de un tren descarrilando.
Tres de los nuestros ya habían corrido a los servicios a soltar lastre, dos dormitaban sobre sus platos rodeados de mendrugos de pan y la Pantera Rosa, presidiendo la mesa, aguantaba el impacto de todo tipo de proyectiles mientras nos lanzaba miraditas de rencor. Es en ese momento cuando aprovecho para sacar de mi bolsillo el billete de autobús y vuelvo a comprobar la hora de salida: cinco y media de la mañana. Sigo mi plan: secretamente estoy tan sobrio como un iceberg.
Las dos horas siguientes las dedicamos a beber como vikingos, masticar como cocodrilos y gritarnos como energúmenos. Además, tenemos tiempo suficiente para ofender gravemente a las tías de enfrente, hundir en la miseria la poca moral que le quedaba al Gordo, vomitar en un jarrón esquinero y ser expulsados del local con el postre en la boca. De fábula. Era el momento de pimplarse unas copitas por los alrededores. Así que allá fuimos. Y sin pensarlo dos veces.
Otro par de horas más tarde, llegado el momento, entro en acción. Es mi hora H. Estamos en un bebedero anodino cuando, con cualquier excusa , agarro al Gordo y le arrastro al exterior. Y de ahí, a trompicones, le llevo hasta mi coche. Ya está inconsciente por el alcohol y con lo que le hago tragar lo está mucho más. Manejo su peso muerto hasta conseguir cerrarle una chilaba sobre el disfraz. Luego, con él en el asiento del copiloto, conduzco hasta la estación de autobuses. Cinco minutos después estoy acomodando al Gordo contra la ventanilla, en la última fila del servicio Bilbao-Rabat.
Justo en ese momento balbucea lo que parece un número de teléfono. O la combinación de la primitiva. Lo tomo como una despedida. Luego se pone a roncar. En la oscuridad sin papeles del bus, nadie hace ni una sola pregunta. Saco de su cartera el carnet de identidad y se lo grapo en el borde de la capucha. La cartera me la quedo. En la frontera no se molestarán en despertarle.
Le echo un último vistazo y me bajo del autobús, que de inmediato cierra las puertas y se pone en marcha. Desde el andén me quedo mirando dos orejas rosas que se van alejando hasta perderse en la noche.
Han pasado tres años y el Gordo no ha vuelto a dar señales de vida. En días como hoy, en que me siento feliz, me gusta imaginarle dueño de sí mismo, casado con la hija de un jeque árabe y nadando en un mar de pasta. ¿Que por qué estoy feliz? Porque mañana despedimos al Orejas, otro alma cándida. Así que aquí me tenéis, en esta estación de tren, haciendo cola frente a la ventanilla de trayectos internacionales, mascando un chicle de menta mientras pienso que si yo fuera presidente prohibiría las coles de Bruselas y las canciones de la Oreja de Van Gogh.
Semejantes viajes a lo más profundo de la estupidez humana siempre me han proporcionado grandes alegrías. Por mí ya se puede ir a tomar por culo el lince ibérico o convertirse en gaseosa el Polo Norte. Me la suda. Pero las despedidas que no me las toquen. Sin ellas el universo sería un lugar mucho más frío y oscuro.
De todas las que he honrado con mi presencia, ninguna como la del Gordo. El pobre capullo había caído tiempo atrás en las redes de una sanguijuela de culo respingón, enfermera en Basurto para más señas, que desde su llegada a la cuadrilla había consagrado su existencia a un doble objetivo: convertir a su novio en el rey de los Calzonazos (labor, a todas luces, culminada con nota alta ) y, por añadidura , apartarle de todos nosotros, sus amigotes de siempre. Estábamos por lo tanto ante una Despedida Cinco Estrellas, prácticamente un rito funerario, un entierro en vida. El Gordo iba a ser víctima de una lobotomía salvaje a base de comidas familiares, incursiones a Ikea y videos de Richard Gere. Y nosotros le íbamos a acompañar hasta la puerta misma del matadero. Sin embargo, aunque él lo ignoraba, aún iba a poder jugar una última carta. La de su salvación. De eso me ocupaba yo.
A lo que vamos: estamos en el día de autos, el de la despedida digo, y la manada arranca como siempre, masajeando sus anginas con un poteo de órdago. Éramos nueve en total y habíamos conseguido embutir al Gordo en un disfraz de Pantera Rosa en cuya pechera se podía leer: "Peligro. La pantera está suelta esta noche". El disfraz, en cuyo interior la víctima ya estaba en pleno proceso de deshidratación, se completaba con un grotesco superpene de trapo, unos calientapìernas a juego y una diadema con orejeras. Nuestra entrada en las taskas era recibida con una estampida de padres, madres, niños, perros, gatos, ácaros y chicas sueltas. Cualquier ser vivo con capacidad de automoción ganaba la calle como si le persiguiera el anticristo. Y no era para menos. Ver venir hacia tí a un grupo de mandriles aulladores arreando con un látigo de todo a cien a una Pantera Rosa de cien kilos tiene que ser una experiencia aterradora.
A eso de las once y cuarto cruzábamos por fin la puerta del “Ñaka-Ñaka-Restaurante Erótico”, ofreciendo la estampa de un grupo de marines que vuelve al campamento tras sufrir una emboscada con granadas de mano, arrastrando a sus heridos, las guerreras rasgadas y humeantes, los ojos enrojecidos por el cansancio y fustigando con desgana a la mascota del regimiento, una Pantera sudorosa que abre la comitiva caminando a gatas...Al fin, nos derrumbamos sobre nuestra mesa como si fuera un hospital militar y echamos un vistazo al tugurio. En la mesa de enfrente, un grupo de tías está en esa fase de euforia que acojona a cualquiera. La novia, vestida de bebé gigante, se cimbrea de pie sobre su silla, lamiendo un chupete rosa con un pene por pitorro, jaleada por una banda de brujas deseosas de que se precipite al vacío de una puta vez y se rompa el cuello. Más allá se extiende un borroso horizonte de mesas presididas por Moscas Cojoneras, Caperucitas Eróticas, Bomberos con Manguera, Supercondones y otros personajes de pesadilla festiva. De aquí para allá pululan camareros de gimnasio repartiendo bazofia en platos de Duralex.
El sonido ambiente es el de un tren descarrilando.
Tres de los nuestros ya habían corrido a los servicios a soltar lastre, dos dormitaban sobre sus platos rodeados de mendrugos de pan y la Pantera Rosa, presidiendo la mesa, aguantaba el impacto de todo tipo de proyectiles mientras nos lanzaba miraditas de rencor. Es en ese momento cuando aprovecho para sacar de mi bolsillo el billete de autobús y vuelvo a comprobar la hora de salida: cinco y media de la mañana. Sigo mi plan: secretamente estoy tan sobrio como un iceberg.
Las dos horas siguientes las dedicamos a beber como vikingos, masticar como cocodrilos y gritarnos como energúmenos. Además, tenemos tiempo suficiente para ofender gravemente a las tías de enfrente, hundir en la miseria la poca moral que le quedaba al Gordo, vomitar en un jarrón esquinero y ser expulsados del local con el postre en la boca. De fábula. Era el momento de pimplarse unas copitas por los alrededores. Así que allá fuimos. Y sin pensarlo dos veces.
Otro par de horas más tarde, llegado el momento, entro en acción. Es mi hora H. Estamos en un bebedero anodino cuando, con cualquier excusa , agarro al Gordo y le arrastro al exterior. Y de ahí, a trompicones, le llevo hasta mi coche. Ya está inconsciente por el alcohol y con lo que le hago tragar lo está mucho más. Manejo su peso muerto hasta conseguir cerrarle una chilaba sobre el disfraz. Luego, con él en el asiento del copiloto, conduzco hasta la estación de autobuses. Cinco minutos después estoy acomodando al Gordo contra la ventanilla, en la última fila del servicio Bilbao-Rabat.
Justo en ese momento balbucea lo que parece un número de teléfono. O la combinación de la primitiva. Lo tomo como una despedida. Luego se pone a roncar. En la oscuridad sin papeles del bus, nadie hace ni una sola pregunta. Saco de su cartera el carnet de identidad y se lo grapo en el borde de la capucha. La cartera me la quedo. En la frontera no se molestarán en despertarle.
Le echo un último vistazo y me bajo del autobús, que de inmediato cierra las puertas y se pone en marcha. Desde el andén me quedo mirando dos orejas rosas que se van alejando hasta perderse en la noche.
Han pasado tres años y el Gordo no ha vuelto a dar señales de vida. En días como hoy, en que me siento feliz, me gusta imaginarle dueño de sí mismo, casado con la hija de un jeque árabe y nadando en un mar de pasta. ¿Que por qué estoy feliz? Porque mañana despedimos al Orejas, otro alma cándida. Así que aquí me tenéis, en esta estación de tren, haciendo cola frente a la ventanilla de trayectos internacionales, mascando un chicle de menta mientras pienso que si yo fuera presidente prohibiría las coles de Bruselas y las canciones de la Oreja de Van Gogh.
2 comentarios:
Muy buen relato, sí señor! Menudo elemento el amiguito salvador este!
¿y QUÉ PASA CON SU "FUTURA" ESPOSA? ¿y LA FAMILIA DEL DESAPARECIDO?. ¿DONDE ESTÁ EL CSI? ¿Y LOBATON?...NO SÉ HAY MUCHOS FLECOS SUELTOS
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