domingo, 30 de septiembre de 2007

BRUNO PEKIN

Voy a tener un colaborador que prefiere esconderse tras el pseudónimo de "Bruno Pekín". Irá apareciendo en este minimundo sin avisar, al azar como a él le gustan las cosas. Su primer zarpazo es este cuento sobre la adolescencia.
No os lo perdais...Es bueno el Bruno Pekín éste....

LA GOTA QUE COLMA

Corría el año 1977. Yo tenía trece años y, de la noche a la mañana, me había convertido en una máquina de odiar. Odiaba a mis profesores, una homogénea pandilla de gilipollas entrenados para torturarme. Odiaba a mis padres, un par de ignorantes empeñados en tratarme como al niño que ya no era , ella entregada a las actividades de la parroquia, él a su estúpida carrera militar. Odiaba a mis hermanos, tres hienas rastreras siempre al acecho de mis secretos más íntimos. Odiaba a mis amigos de siempre, transformados por algún maleficio en zombies egoístas.. Y odiaba mi cuerpo, convertido de pronto en un festival de pelambreras descontroladas y erupciones purulentas. En definitiva, odiaba a todo el mundo y, secretamente, deseaba una buena guerra nuclear. O una lluvia de virus mutantes. O que el sol se nos viniera encima. Cualquier cosa que mandara todo aquello a la mierda. Para siempre.

Mi concentración en el colegio decayó por completo. O mejor dicho, dejó de existir. Cota cero. Una remolacha sentada en aquel pupitre hubiera sacado más provecho de las clases que yo. Mis notas se convirtieron en una patética sucesión de suspensos y cuando alguien intentaba ayudarme yo desconectaba, ponía los ojos en blanco, suspiraba con gesto de cansancio infinito y fingía un bostezo. Mi mensaje era: “Olvídame, mamón”.
Me había convertido en una bomba de relojería.
Así que con el curso atravesando su ecuador y mi curriculum en caída libre, llegó el accidente que me iba a cambiar la vida. Fue jugando al fútbol. En pleno partido, Goliath, una bestia repetidora un par de años mayor que los demás, agarró el balón y soltó el trallazo de su vida. A una velocidad supersónica, el cuero fue directo a mis testículos. Aquello sonó como cuando se sacude una alfombra. Me doblé sobre mí mismo, perplejo al comprobar que el cuerpo tuviera tantos rincones y que todos pudieran doler tanto. Y así, encogido, tras un par de segundos de éxtasis, me derrumbé hasta el suelo a cámara lenta, como la estatua de un dictador. Y allí quedé, en posición fetal, sin respiración, viendo pasar los fotogramas de mi vida, agonizante, sabiéndome protagonista de una muerte heroica.... Un coro de risas ahogadas se abrió paso hasta mis tímpanos como lo haría un cúter. Hijos de puta...
Toda la semana siguiente estuve en la cama. Hasta el practicante, que llegaba todas las mañanas a administrarme una misteriosa inyección, no daba crédito a lo que veía. La zona afectada se había hinchado de forma inverosímil, entre mis piernas había surgido un pez globo tan rojo y tenso como un incendio forestal. Y dentro estaban mis pelotas. O lo que quedaba de ellas. El más mínimo roce en aquella superficie era morir. Así que allí estaba yo, boca arriba, condenado a mirar las manchas del techo de mi habitación hora tras hora, soportando la certeza de que nadie me decía la verdad y que mis días estaban contados...

Y en eso estaba cuando algo cambió. Fue a mitad de una de aquellas noches. Soñé con una ciudad muy parecida a la mía que era arrasada por ríos de lava hirviente. Una orgía de destrucción a la que tan sólo sobrevivía una solitaria torre de piedra a cuya ventana se asomaba una figura humana. Esa figura era yo. Miraba el espectáculo con una paz que no había conocido en mi vida.
Me desperté inundado en sudor y supe que ya no era el mismo. Fue como si a través del sueño, me desprendiera de un lastre, una parte de mí muerta desde hace tiempo, un siamés pegado a mi hombro que, sin que yo lo supiera, había dejado de respirar hace un tiempo. Esa noche mi mente cruzó una frontera invisible y empezó a pensar en la dirección adecuada. No habría guerras nucleares, ni virus asesinos y el sol iba a permanecer donde estaba muchos años más. Nada ni nadie lo iba a hacer por mí. Si quería que las cosas cambiaran, era yo quien debía actuar. Y cuanto antes mejor.
Y entonces, tras esa noche iluminada, comencé a mejorar.
Llegó, por fin, el día de reincorporarme al colegio. Y allá me fui. Renovado. Centrado y lúcido como una diana. Porque tenía una misión que cumplir. En la bolsa, junto a los libros, el peso extra de una de las pistolas de mi padre me lo recordaba a cada paso.

3 comentarios:

itzi dijo...

Huummm ... no se .... huummm ... y a mi que me suena el estilo del Bruno Pekín este ... no se ... no caigo ....

Arantza Sinobas dijo...

A veces las cosas están más cerca de lo que pensamos...je,je

Inesica dijo...

Pues va a ser que a mi también me suena... un poco.... igual.....